El director de la RAE, José Manuel Blecua, reconoce la necesidad de leer para escribir bien
SERGIO AMADOZ Madrid 27 OCT 2014
El joven aprendiz de escritor, con las ínfulas y la arrogancia propias de la edad, escribe las primeras líneas de un cuento breve: “Sentado en el suelo, sudoroso y jadeante, fue recuperando el aliento y comprendiendo lo que acababa de ocurrir. Había matado a la anciana del piso de arriba”. Sus dedos teclean esta escena porque en su memoria aún se mantiene fresco el recuerdo de Raskólnikov, asesino de una vieja usurera en Crimen y Castigo.
A la vez, del corazón herido de una adolescente salen versos entrecortados con aires de Neruda: “Hoy que te quiero de tanto quererte,/ y sin más razón te quiero…”. Resulta inevitable: se producen casos similares cada vez que alguien se anima con el proceso creativo por primera vez, y sin embargo no se puede hablar de copia, sino de inspiración irremediable. “Hay una etapa en la creación en la que es obligatoria una actitud mimética. La mayoría de los grandes escritores han pasado por esa fase”, analiza el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca.
El escritor empieza imitando; más tarde se descubre a sí mismo. Y en eso están de acuerdo quienes velan por la buena salud del español, como el director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua: “Un escritor se hace con la lectura”. “El autor tiene que ser primero el eco de otros, hasta que sube un peldaño y encuentra su propia voz”, refrenda De Cuenca. El caso extremo lo hallamos en el cuento de Borges Pierre Menard, autor del Quijote, en el que el protagonista “no quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote”. Su objetivo no era copiarlo: “Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”.
Más allá de la exageración borgiana (aparte de su profunda reflexión sobre las diferentes lecturas que podemos hacer de un texto), basta con dedicarse unas horas a la tarea de juntar letras, incluso de la manera más ociosa posible, sin propósito alguno de publicar o trascender, para darse cuenta enseguida de que la primera querencia del autor inexperto es “ser” otro.
A Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo, le ocurría en su primera juventud. “Escribía imitando a Juan Ramón, lo repetía casi al pie de la letra”, recuerda el autor de Su nombre era el de todas las mujeres, obra reeditada en 2013 por Renacimiento. Y resulta de lo más natural. “Es una necesidad absoluta. Desconfío del autodidacta, me escandaliza quien dice: ‘Yo no leo libros, los escribo’”, concluye.
Los grandes autores siempre han escrito con un diccionario encima de la mesa”, asegura José Manuel Blecua, director de la RAE
“Soy hijo de mis lecturas; si hubieran sido otras, habría sido otro escritor o no habría sido escritor”, sentencia Juan Bonilla, autor de Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013), y José Manuel Blecua señala otro caso bien significativo: “Piense en García Márquez cuando empieza a leer La Metamorfosis de Kafka. ‘¡Carajo!’, se dice, y casi inmediatamente se pone a escribir su primer cuento”. A partir de ese instante, cuando uno se decide a crear, el proceso de la escritura se convierte en una tarea personalísima en la que entran en juego la biografía del autor y sus influencias culturales. “Un hombre con las lecturas variopintas de Cervantes luego practica las escrituras más variopintas”, comenta Blecua.
Pensemos ahora, por el contrario, en un aspirante a poeta, dramaturgo o novelista que se enfrenta a un folio tan blanco y vacío como su cajón de referencias literarias. Va volcando palabras al papel y lo vemos esforzarse en la tarea de inventar. Empeñado en dar con una buena historia, indaga en su propia vida, escarba en sus recuerdos y confía en la imaginación, pero le falta la impagable experiencia de leer textos en buen orden y con un estilo acertado. ¿Será capaz de convertirse en un escritor de mérito?
Hay una etapa en la creación en la que es obligatoria una actitud mimética”, sostiene el poeta Luis Alberto de Cuenca
O peor aún: ¿puede escribir bien alguien que, al elegir sus lecturas, se haya decantado por la mala literatura? “Si el tipo que empieza a escribir es un genio, puede convertir la basura en oro, depende de él, aunque conviene que la mina en la que busca guarde metales preciosos. Pero también pienso que el talento es importante, y puede haber alguien con tanto genio en su interior que sea capaz de escapar de malos libros que ha leído”, cree Luis Alberto de Cuenca, con quien comparte opinión Juan Bonilla: “El talento es una cosa tan extraña que la respuesta inevitable es que sí. Y al contrario: lectores de solo grandes libros pueden resultar pésimos escritores”.
Claro que, una vez olvidada la etapa de iniciación, un autor maduro también podría caer en el riesgo de un plagio inconsciente si se acuerda demasiado de sus lecturas. “Yo no las tengo presentes”, dice Bonilla, “pero como siempre van conmigo es como si me preguntasen si cuando escribo me olvido de mi dirección o mi DNI. En todo caso no temo un plagio inconsciente, aunque me parece un bonito título para un libro de plagios”.
No queda más remedio que pisar con cuidado durante la aventura de encontrar una voz con verdadera personalidad. Inclinado sobre el folio o frente a la pantalla del ordenador, el escritor busca con ahínco su particular modo de decir, y hay una fórmula que parece adecuada: fiarse del perfume lejano que desprenden los maestros, aprovechar el talento propio y, por supuesto, trabajar con humildad. “Los grandes autores siempre han escrito con un diccionario encima de la mesa”, asegura José Manuel Blecua. “Azorín tenía anotados todos los diccionarios de su biblioteca”. Escribir, en suma, se convierte en una misión que exige ímpetu y dedicación. “El esfuerzo es como cien veces superior al de leer”, concluye Juan Bonilla. La recompensa llegará si el autor logra cerrar el círculo y se convierte, con el tiempo, en inspiración literaria para otros.