El que ignora sin ser ignorante
Ese verbo puede entenderse con significados
distintos en función del tiempo en el que se conjugue
Resulta, según la prensa, que el Banco de
España ignoró unos informes que no ignoraba. ¿Cómo es posible eso?
El verbo “ignorar” se ha vuelto
contradictorio consigo mismo porque la influencia de to ignore lo ha
desviado de su camino.
Este verbo del inglés se traducía de muy
precisas formas para cada situación: despreciar, desdeñar, desoír, desatender,
hacer caso omiso, pasar por alto, soslayar, ningunear, desmerecer,
menospreciar, dar la espalda, dar de lado, marginar, desentenderse... Pero
todas ellas se van quedando arrinconadas porque muchos periodistas escogen en
su lugar la más imprecisa: el anglicismo semántico “ignorar”.
Si avanzamos por la lengua con ese
significado bastardo, nos iremos encontrando ciertos fallos mecánicos. El que
ignora las funciones del subjuntivo es un ignorante de la gramática; el que
ignora la definición de rectángulo es un ignorante de la geometría. Pero el
Banco de España no era ignorante de la situación de Bankia cuando ignoró la
situación de Bankia.
Esta incongruencia se produce por una
clonación.
Clonación, en efecto; porque se copian los
cromosomas de otra lengua en vez de respetar la genética que ha seguido la
propia.
La evolución de “ignorar” desde el latín
parte de la raíz gno-, que formó el verbo “gnoscere” para significar en
aquella lengua “saber”. Al añadirse a gno el gen del sufijo negativo (i-)
con objeto de representar la idea contraria, se creó el verbo “ignorare”, de
donde procede nuestro “ignorar”. La fuerza evolutiva y analógica dio a partir
de allí “ignorante”, “ignorancia”, “ignoto”, “ignaro”... vocablos todos ellos
transportadores del ADN “desconocer”.
Hasta ahí, todo funcionaba con cierta
coherencia. Pero quienes estaban en contacto con el idioma inglés empezaron un
día a traducir to ignore (despreciar, desdeñar, desoír...) como
“ignorar” (hasta entonces “desconocer”), en un fenómeno que algunos lingüistas
denominan “falso amigo”. Algo así como si se tradujera “table” (mesa) como
“tabla”; o “exit” (salida) como “éxito”.
“¡El príncipe ha muerto, el príncipe ha muerto!”
Madrid 19
SEP 2016
Una muestra de 200 documentos de Rubén Darío conmemora el
centenario de su fallecimiento
Carta manuscrita del poeta a su compañera Francisca
Sánchez. BIBLIOTECA UCM
Los chiquillos de la prensa voceaban la trágica noticia
aquel febrero de 1916 en la Puerta del Sol madrileña: “¡El príncipe ha muerto,
el príncipe ha muerto! Francisca
Sánchez, que meses antes lo había despedido en el muelle disgustada
y llorosa, con el hijo de ambos en brazos, mandó bajar a su hermana a la calle
y la pobre regresó demudada: el fallecido no era otro que el Príncipe de las
Letras Castellanas, como se conocía a Rubén Darío, tal era la fama que alcanzó
a un lado y otro del Atlántico, como un Juan Gabriel de su época.
El poeta nicaragüense ya tenía la
salud muy delicada cuando partió a América en misiones de paz. Esta vez, su
amada Francisca no le acompañó. Para ella se habían acabado los viajes de París
a Barcelona, de Madrid a París, trasladando muebles, vajillas y cachivaches
domésticos, siguiendo al escritor en sus múltiples empresas literarias. Se
quedó abrazada a un baúl donde guardó durante años todos los papeles de aquel
del que se enamoró “por las palabras”, como recuerda su nieta, la periodista Rosa Villacastín.
De todo ese periodo dejan pistas escritas los documentos
expuestos en la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense, como migas
de pan para reconstruir el camino del poeta en los casi 20 años que pasó
amancebado con Francisca Sánchez. Hay ejemplares de las revistas que dirigía,
preciosas publicaciones modernistas, como Mundial Magazine
o Elegancias;
cartas entre escritores: en una de ellas Manuel Machado le reprocha,
precisamente, la mala administración de Mundial. En otras le piden que
inaugure una pastelería; un menú con nombres alusivos a sus obras o revistas se
redactó para una cena con que le agasajaron en Argentina en 1912. No se pierdan
esa hojita rescatada entre los papeles del baúl en la que su amigo Rufino
Blanco Fombona le invita a presenciar el duelo en el que se batirá mañana a
espada: podrás ver así cómo se las componía D'Artagnan, le dice. “No es todo.
Pasado mañana me bato con...”. El amigo tenía mucha fe en su florete.
Parrandero y mujeriego, Félix Rubén
García Sarmiento huyó de un matrimonio formalizado un día que estaba
borracho como una cuba en Nicaragua. Saltó a España y buscó el descanso del
guerrero al lado de Francisca Sánchez, una señora victoriana, católica y
decente, que aparece en las fotos recatada debajo de un vestido negro hasta el
cuello y tocada con un sombrero. El poeta no pudo nunca deshacer aquel
matrimonio malquerido pero vivió con Francisca en España como si fuera su mujer
y con ella tuvo cuatro hijos, de los que solo sobrevivió uno. Nunca abandonó a
Francisca Sánchez, tampoco el alcohol, aunque a su lado dio sosiego a la
botella para consolidarse como escritor.
Así pues, al lado de las facturas que recogen el gasto en
whisky y otros licores, las comidas y los viajes en coches de paseo por varios
países, la exposición de la Complutense, con fondos de la Agencia Española de
Cooperación Internacional y Desarrollo (AECID), muestra el cuaderno de hule,
que no es más que eso, una libreta con cubiertas de hule de color carbón. ¿Por
qué es importante este documento? “Porque revela el taller de la escritura,
cómo componía en su ambiente cotidiano”, resume Rocío Oviedo, catedrática de
Literatura Hispanoamericana de la Complutense.
En efecto, ese cuaderno parece guardar en unas pocas
página la vida casera del autor de Azul. Ahí están algunos de sus poemas
manuscritos, con las correcciones que ayudan a comprender cómo componía sus
versos; ahí está la mano de su hijo, en dibujos, y la letra de Francisca
Sánchez, como un misal hogareño que no ayuda a imaginarse la grandeza del
Príncipe de las Letras Castellanas ni la personalidad asombrosa de su mujer
española, la castellana recia que arrastraba en sus viajes maritales a su madre
y a la hermana.
Esa mujer, de la que ahora se prepara una miniserie
televisiva, era la que rezaba el rosario mientras él escribía, la que aprendió
cocina nicaragüense para dar gusto al paladar del poeta, el mayor representante
del modernismo literario. La que le preparaba costillas adobadas al modo
abulense y sopas de pan con cebolla. Comer, beber y vivir la noche. Es difícil
imaginar de dónde sacaba el nicaragüense tiempo para escribir toda aquella
obra, para dirigir revistas, para participar en congresos, charlas y para
satisfacer las tareas propias de la diplomacia que en tantos países ejerció.
Aquella vida le iba a pasar factura. Entre cartas airadas de la mujer
abandonada en América, misivas de su hermana para que reconsiderara su actitud,
se muestra simpática la epístola de Mamá Bernarda, su tía en realidad, que le
pide una promesa: que ordene su vida para que ella pueda morir tranquila.
Pero más escandalosa que la del escritor, fue la opción
que tomó Francisca Sánchez, consintiendo en formar una familia al lado de un
hombre casado con el que se veía obligaba a estar soltera —ni el Papa pudo
hacer nada— en una sociedad beata, donde las regentas eran devoradas por
las malas lenguas. Afortunadamente pasó el tiempo. Rosa Villacastín, al
nieta, recuerda cómo Mario Vargas Llosa visitaba a su abuela muchas
tardes, le daba compañía y quizá recibía jugosa conversación.
La mujer rehizo su vida al morir el poeta y formó otra
familia que, afortunadamente, se empeñó en guardar el legado de Rubén Darío, en
respetar y conservar aquel baúl que la abuela donó al Gobierno español para que
no se desperdigara. Todavía se descifran aquellos documentos, que suman 5.000.
En una de las últimas cartas que recibe Francisca, a las puertas de la muerte,
el poeta se despedía de ella: “Te libero ya. Puedes comulgar”. Francisca
Sánchez no pudo acompañarle más.
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